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por César Vidal

El siglo XV estuvo caracterizado entre otros aspectos de relieve por un sentimiento de creciente crisis en el seno de la Iglesia católica. Durante aquellas agitadas décadas, la corte papal se trasladó de Roma a Avignon para satisfacer los intereses de los reyes de Francia, se produjo el denominado cisma de Occidente –en virtud del cual existieron simultáneamente dos papas que se excomulgaban entre sí y que se presentaban como el único pontífice legítimo– fracasaron los intentos por restaurar la unidad entre el papado y el patriarca de Constantinopla pese a la amenaza turca que terminó aniquilando Bizancio en 1453 y se multiplicaron las voces de aquellos que, como John Wycliffe o Jan Huss, deseaban una reforma en profundidad de la iglesia no sólo en el ámbito moral sino también en el teológico.

No resulta extraño que en un contexto tan crispado como el del s. XV los mejores teólogos de Occidente sostuvieran la tesis de la superioridad del concilio general sobre el Papa (¿quién podía asegurar que el Papa no podía convertirse en un hereje tras antecedentes en ese sentido como los de Honorio o Vigilio?) o que se iniciaran los primeros intentos de publicar textos críticos del Nuevo Testamento en su lengua original. Desde luego, si algo parecía indiscutible a finales del s. XV era que la Iglesia necesitaba una reforma, que ésta tenía que operarse en profundidad y que el momento de su inicio no podía verse retrasado indefinidamente. Una posición de ese cariz era defendida por personajes que iban de Lorenzo Valla a Erasmo, de Tomás Moro a Luis Vives, de Cisneros a Isabel la católica.

Sin embargo, la Reforma iba a quedar indisolublemente ligada a la figura de Lutero. Éste nació en 1483 en Eisleben, Alemania. Su padre, de origen campesino, trabajaba en las minas y, según testimonio de Martín, era partidario de una severa educación que, no pocas veces, se traducía en castigos corporales. Esa misma norma, también según los recuerdos de Lutero, se mantuvo en la escuela y, a juzgar por sus propias palabras, debió dejar no escasa huella en su carácter. Durante el verano de 1505, Martín fue sorprendido por una tormenta y en medio de los rayos, aterrado por la perspectiva de la muerte y del castigo eterno en el infierno, prometió a santa Ana en oración que si lograba escapar con bien de aquel trance se haría monje. Así fue y, como el mismo Lutero confesaría tiempo después, en ello influyó no sólo la promesa formulada a la santa sino también el deseo de escapar de un hogar demasiado riguroso y de los deseos de su padre, que pretendía que cursara los estudios de derecho. Éste se sintió muy contrariado por la decisión del joven, pero no pudo impedirla.

El ambiente que Lutero encontró en el monasterio constituía una acentuación del espíritu católico de la Baja Edad Media. Éste se resumía en un énfasis extraordinario en lo efímero de la vida presente (algo que había quedado más que confirmado mediante episodios como las epidemias de peste o la Guerra de los Cien Años) y en la necesidad de prepararse para el Juicio de Dios, del que podía depender el castigo eterno en el infierno o, aún para aquellos que fueran salvos, los tormentos prolongadísimos del Purgatorio. Esta cosmovisión convertía lógicamente los años presentes en un simple estadio de preparación para la otra vida y contribuía a subrayar la necesidad que cada ser humano tiene de estar a bien con Dios.

Lutero comenzó a padecer las consecuencias de esta perspectiva al poco tiempo de entrar en el monasterio. Tras pronunciar sus votos y ser elegido por sus superiores para que lo ordenaran sacerdote, su primera misa se convirtió en una experiencia aterradora al reflexionar que lo que estaba ofreciendo en ella era al mismo Jesucristo. Esta sensación se fue agudizando progresivamente a medida que Lutero captaba en profundidad los engranajes del sistema católico de salvación. De acuerdo con éste, la misma estaba asegurada sobre la base de realizar buenas obras y de acudir a la vez al sacramento de la penitencia de tal manera que, tras la confesión, quedaran borrados todos los pecados. Para los católicos de todos los tiempos que no han sentido excesivos escrúpulos de conciencia, tal sistema no tenía porqué presentarse complicado, ya que el concepto de buenas obras resultaba demasiado inconcreto y, por otro lado, la confesión era vista como un lugar en el que podía hacerse borrón y cuenta nueva con Dios.

Sin embargo, para gente más escrupulosa, como era el caso de Lutero, el sistema estaba lleno de agujeros por los que se filtraba la intranquilidad. En primer lugar, se encontraba la cuestión de la confesión. Para que ésta fuera eficaz resultaba indispensable confesar todos y cada uno de los pecados pero, ¿quién podía estar seguro de recordarlos todos? Si alguno era olvidado, de acuerdo con aquella enseñanza, quedaba sin perdonar y si ese pecado era además mortal el resultado no podía ser otro que la condena eterna en el infierno. En segundo lugar, Lutero comprobaba que las malas inclinaciones seguían haciéndose presentes en él pese a que para ahuyentarlas recurría a los métodos enseñados por sus maestros, como podían ser el uso de disciplinas sobre el cuerpo, los ayunos, la frecuencia en la recepción de los sacramentos, etc.

Cuando su director espiritual le recomendó que leyera a los místicos, Lutero encontró un consuelo pasajero pero, finalmente, éste acabó también esfumándose. Fue entonces cuando su superior decidió que quizá la solución podría derivar de un cambio de aires espirituales. El ambiente del monasterio era muy estrecho y podía tener efectos asfixiantes sobre alguien tan escrupuloso como Lutero. Quizá la solución estaría en que dedicara más tiempo al estudio y en que después se dedicara a labores docentes que le pusieran en contacto con un mundo más abierto. Así, se le ordenó que se preparara para enseñar Sagrada Escritura en la universidad de Wittenberg. En 1512 Lutero se doctoró en teología y por aquella época debía contar con un conocimiento nada despreciable de la Biblia. Precisamente fue el contacto con el texto sagrado el que empezó a proporcionarle una vía de salida a angustias de los últimos años. Ya en 1513, cuando enseñaba los Salmos con una perspectiva cristológica, se percató de los sufrimientos psicológicos de Cristo y aquel descubrimiento le reportó un notable consuelo en la medida en que podía encontrar una cierta solidaridad entre sus padecimientos y los de Jesús.

Con todo, el gran paso lo dio en 1515 cuando enseñaba como teólogo católico la epístola de Pablo a los romanos. Esta epístola es, en buena medida, un desarrollo de la dirigida a los Gálatas. En ella, el apóstol Pablo insiste –de manera más desarrollada y amplia– en el hecho de que la salvación nunca puede derivar de las propias obras, sino que es un regalo que Dios hace al ser humano por su gracia y que éste puede recibir sólo mediante la fe en el sacrificio expiatorio que Cristo realizó en la cruz. Lutero comenzó a percibir esta nueva luz al llegar al versículo 17 del capítulo primero de la carta, donde se indica que el Evangelio es un mensaje de salvación pero de salvación por la fe ya que, como afirma el texto, "el justo por la fe vivirá". En otras palabras, no se es justo mediante "ganar" esa justicia a través de las propias obras, sino que se es porque Dios imputa esa justicia al que cree en Jesús. Lutero confesaría posteriormente que aquel descubrimiento le había llevado a captar el amor de Dios, que no era tanto un juez terrible como Aquel que se había encarnado para morir en la cruz en pago por los pecados del género humano.

Su descubrimiento, sin embargo, no era único. Por esa misma época, tanto Erasmo como el español Juan de Valdés sostenían una tesis similar en sus escritos, algo nada extraño porque, en sentido estricto, no chocaba dogmáticamente con la enseñanza de la iglesia católica. En los años inmediatamente posteriores a su descubrimiento de la enseñanza bíblica sobre la justificación por la fe, Lutero vivió una época de tranquilidad espiritual, pero no manifestó ninguna oposición al sistema eclesial en el que estaba. El choque se produjo paradójicamente cuando Lutero cuestionó no tanto las prácticas eclesiales en si como unas conductas que eran enorme (y repulsivamente) lucrativas. La respuesta iba a ser realmente extraordinaria y, en buena medida, sus consecuencias han llegado hasta nuestros días.

Se ha señalado en buen número de casos que el 31 de octubre de 1517 Lutero fijó las 95 tesis sobre las indulgencias en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg como un desafío a la Iglesia católica. Semejante versión es insostenible históricamente. En realidad, la raíz del problema no estuvo en Lutero sino en las prácticas económicas de ciertas jerarquías, incluido el Papa. En 1514, Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Magdeburgo y administrador de Halberstadt, fue elegido arzobispo de Maguncia. En aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban unas tareas pastorales, sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios, hasta tal punto que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos. El arzobispado de Maguncia era uno de los puestos más ambicionados no sólo por las rentas inherentes al mismo sino también porque permitía participar en la elección del Emperador, un privilegio limitado a un número muy reducido de personas, y susceptible de convertir a su detentador en receptor de abundantes sobornos.

Al acceder a esta sede, Alberto de Brandeburgo acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal. La dispensa en si sólo planteaba un problema y era el hecho de que el Papa siempre estaba dispuesto a concederla pero a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto la de 24.000 ducados, una cifra fabulosa imposible de entregar al contado. Como una manera de ayudarle a cubrirla, el Papa ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios. De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, se encontraba Alberto que lograría pagar al Papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el Emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el Papa se embolsaría el cincuenta por cien de la recaudación, destinándolo a concluir la construcción de la basílica de san Pedro en Roma.

Para comprender lo que significaba la venta de indulgencias hay que situarse en la mentalidad de la Europa del Bajo Medievo. En esos siglos cobró una enorme importancia la creencia en el Purgatorio. Aunque el dogma no fue definido como tal hasta el s. XV, ya contaba con precedentes de los siglos anteriores y había recibido un inmenso impulso. Inicialmente, la creencia en el purgatorio no había estado ligada a las indulgencias pero no tardó mucho en relacionarse. Resultaba obvio que si el Papa era el custodio del tesoro de los méritos de Cristo y de los santos podía aplicarlos a los fieles para que, a cambio de ciertas prácticas, éstos sufrieran por menos tiempo en el purgatorio. No pasaron muchos años antes de que semejantes concesiones fueran obtenidas mediante pago y crearan, como en el caso que nos ocupa, un negocio extraordinario.

Como todas las ventas naturalmente, ésta también utilizaba recursos propagandísticos extraordinarios. Sus vendedores afirmaban, por ejemplo, que apenas sonaban en el platillo las monedas con las que se habían comprado las indulgencias, el alma prisionera en el purgatorio volaba libre hasta el cielo. Además, dado que semejante beneficio podía adquirirse no sólo para uno mismo sino también para otros, no pocas familias dedicaban una parte de sus recursos a beneficiar a sus seres queridos ya difuntos y padeciendo en el purgatorio. Lutero consideró que semejante conducta era indigna y decidió comunicarlo en un escrito privado y muy respetuoso a su obispo, el prelado de Brandeburgo, y a Alberto de Maguncia que era el responsable de aquella campaña concreta de venta de indulgencias. Lo hizo además siguiendo el uso propio de los profesores universitarios, es decir, redactando un conjunto de tesis que podían ser discutidas con diversos argumentos a favor o negadas con otros en contra. Así nacieron las noventa y cinco tesis.

Las primeras tesis de Lutero apuntan al hecho de que Jesucristo ordenó hacer penitencia –literalmente: arrepentíos en el texto del Evangelio– pero que ésta es una actitud de vida que supera el sacramento del mismo nombre. Precisamente por ello, el Papa no podía remitir ninguna pena a menos que previamente lo hubiera hecho Dios o que se tratara de una pena impuesta por sí mismo. De esto se desprendía que afirmar que la compra de las indulgencias sacaba a las almas del purgatorio de manera indiscriminada no era sino mentir, ya que el Papa no disponía de ese poder. En realidad, según Lutero, mediante predicaciones de este tipo, se estaba pasando por alto que Dios perdona a los creyentes en Cristo que se arrepienten y no a los que compran una carta de indulgencia. La clave del perdón divino se halla en que la persona se vuelva a Él con arrepentimiento y no en que se adquieran indulgencias. Con arrepentimiento y sin indulgencias es posible el perdón pero sin arrepentimiento y con indulgencias la condenación es segura. Por otro lado, había que insistir también en el hecho de que las indulgencias nunca pueden ser superiores a determinadas obras de la vida cristiana. Aún más, el hecho de no ayudar a los pobres para adquirir indulgencias o de privar a la familia de lo necesario para comprarlas era una abominación que debía ser combatida.

En multitud de colectivos rígidamente jerarquizados o donde la personalidad del máximo dirigente es esencial para la cohesión, suele ser común ante los abusos una reacción psicológica consistente en culpar de ellos no a la cabeza sino a los estratos intermedios e incluso pensar que si la cabeza supiera realmente lo que está sucediendo cortaría por lo sano. En este mismo sentido, Lutero –que seguía siendo un fiel hijo de la Iglesia católica– estimaba que el escándalo de las indulgencias no tenía relación con el Papa y que éste lo suprimiría de raíz de saber lo que estaba sucediendo: Hay que enseñar a los cristianos que si el Papa supiera las exacciones cometidas por los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de san Pedro se viera reducida a cenizas antes que levantarla con el pellejo, la carne y los huesos de sus ovejas (50). Hay que enseñar a los cristianos que el Papa, como es natural, estaría dispuesto, aunque para ello tuviera que vender la basílica de san Pedro, a dar de su propio dinero a aquellos a los que se lo sacan algunos predicadores de indulgencias" (51).

Para Lutero, que tenía un concepto idealizado del Papa que, francamente, no se correspondía en este caso con la realidad, resultaba obvio que el centro de la vida cristiana, que debía girar en torno a la predicación del Evangelio, no podía verse sustituido por la venta de indulgencias. Ésa era la cuestión fundamental, la de que la misión de la Iglesia era predicar el Evangelio. Al permitir que cuestiones como las indulgencias centraran la atención de las personas lo único que se lograba era que apartaran su vista del verdadero mensaje de salvación. Precisamente partiendo de estos puntos de vista iniciales –la desvergüenza y la codicia de los predicadores de indulgencias, la convicción de que el Papa no podía estar de acuerdo con aquellos abusos y la importancia central de la predicación del Evangelio– Lutero podía afirmar que las indulgencias en si, pese a su escasa relevancia, no eran malas y que, precisamente por ello, resultaba imperativo que la predicación referida a las mismas se sujetara a unos límites más que desbordados en aquel momento. De lo contrario, la Iglesia católica tendría que exponerse a críticas, no exentas de mala fe y de chacota, pero, a la vez, nutridas de razón que sólo podían hacer daño por la parte mayor o menor de verdad que contenían.

Para Lutero, aquellas objeciones no implicaban mala fe en términos generales. Por el contrario, constituían un grito de preocupación que podía brotar de las gargantas más sinceramente leales al papado y precisamente por ello más angustiadas por lo que estaba sucediendo. La solución, desde su punto de vista, no podía consistir en sofocar aquellos clamores reprimiéndolos, sino en acabar con unos abusos que merecidamente causaban el escándalo de los fieles formados, deformaban las concepciones espirituales de los más sencillos y arrojaban un nada pequeño descrédito sobre la jerarquía: Amordazar estas argumentaciones tan cuidadas de los laicos sólo mediante el poder y no invalidarlas con la razón, es lo mismo que poner en ridículo a la Iglesia y al Papa ante sus enemigos y causar la desventura de los cristianos (90).

En su conjunto, por lo tanto, las 95 Tesis no sólo no eran un escrito anticatólico, sino profundamente impregnado de una encomiable preocupación por el pueblo de Dios y la imagen de la jerarquía ante éste. Además, en buena medida, lo expuesto por Lutero ya había sido señalado por autores anteriores e incluso cabe decir que con mayor virulencia. Sin embargo, el monje agustino no supo captar que la coyuntura no podía ser humanamente más desfavorable. Ni el Papa ni los obispos eran tan desinteresados como él creía –a decir verdad eran notablemente corruptos– y en aquellos momentos necesitaban dinero con una fuerza mayor de la que les impulsaba a cubrir su labor pastoral. Quizá de no haber sido ésa la situación, de no haber requerido el Papa sumas tan grandes para concluir la construcción de la basílica de san Pedro en Roma, de no haber necesitado Alberto de Brandeburgo tanto dinero para pagar la dispensa papal, la respuesta hubiera sido comedida y todo hubiera quedado en un mero intercambio de opiniones teológicas que en nada afectaban al edificio eclesial. Sin embargo, las cosas discurrieron de una manera muy diferente y las 95 Tesis, vistas con la perspectiva del tiempo, pasaron a ser el primer episodio de la Reforma.

El juicio de ese desenlace –que no su descripción– es claramente muy distinto según el lugar del que proceda. Desde un punto de vista católico, sería de lamentar que la corrupción jerárquica fuera enconando cada vez más unas posiciones inicialmente ortodoxas para acabar en un desgarro que llevó a perder a la Santa sede la mitad del continente europeo. Desde un punto de vista protestante, sin embargo, la inmoralidad de la jerarquía tuvo efectos beneficiosos. Llevó a Lutero a reflexionar sobre la decadencia de la Iglesia católica más allá de un asunto como las indulgencias y, partiendo de ese inicio, comenzó a orientar su teología hacia la Biblia, dando lugar a un proceso de regreso al cristianismo primitivo y de liberación espiritual que cambió muy beneficiosamente el mundo. Pero, sea cual sea el juicio más acertado, de lo que no cabe duda es de que los caminos del Señor son inescrutables.


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Hay tres principios básicos que no deben olvidarse nunca antes de ponerse a hablar de los chicos y chicas jóvenes: 

1) son la parte más cambiante de una sociedad que cambia, por lo que con facilidad lo que decimos hoy puede que no sirva mañana; 

2) están definidos por multiplicidad de diversidades, por lo que pocas cosas son comunes a todas y todos, o al menos no lo son de la misma manera; 

3) la desigualdad sigue profundamente presente, por lo que sigue siendo inútil intentar reducir sus formas de ser a la pura condición juvenil. (También podríamos añadir que ellos y ellas son según la persona adulta que los mire y con la pretensión con que se los mire).


La juventud es una construcción social

Jóvenes siempre ha habido, están en todas las culturas y en todas las realidades sociales. "Juventud", sin embargo, no. La juventud, como larga etapa de la vida en la que uno o una se dedica a sentirse joven y ejercer de joven, es una construcción social. No es algo necesario ni espontáneo. Para que se dé juventud han de darse dos tipos de factores. Por un lado unas determinadas condiciones sociales; por otro, una construcción cultural, generada por las personas adultas y por los propios jóvenes. Es decir, sólo cuando se dan aspectos como las crisis y los cambios tecnológicos que no precisan la rápida incorporación de las personas al mercado laboral, cuando se produce un nivel de desarrollo básico que garantiza niveles suficientemente amplios de acceso a los bienes de consumo, es posible hablar de juventud. Así, por ejemplo, no hay adolescencia sin posibilidades de alargamiento de la escolarización más allá de la infancia. Cuando alguien que está saliendo de la niñez debe dedicar sus esfuerzos a sobrevivir, difícilmente podemos decir que se dedica a ser joven. Pero, también ha de darse el elemento cultural. Es decir, unas formas de ser vividos, leídos e interpretados por las personas adultas con las que conviven y, lo que es más importante, un conjunto de prácticas culturales, de generación de formas propias de entender y sentir la vida. Se sienten formando parte de una realidad amplia que consideran juventud y producen formas diversas de serlo.
 
Entre los cambios socioeconómicos que se han producido en nuestra sociedad están los que tiene que ver con el alargamiento de la vida, de los años de expectativa de vida y la correspondiente reubicación de todos los ciclos vitales. Cuando sólo se espera vivir 50 años, se llega pronto a la vida adulta. Cuando las probabilidades están más allá de los ochenta, hay tiempo para otros ciclos vitales diferentes de una larga vida adulta o una interminable tercera edad. Por esa razón, entre las edades infantiles y las etapas adultas han aparecido, en las sociedades occidentales, etapas vitales destinadas a no ser ni lo uno ni lo otro. La primera de las cuestiones a aclarar es la de qué edades colocamos bajo la etiqueta. ¿Quién es joven? Con un criterio simplemente sociológico colocamos entre los jóvenes a todos aquellos y aquellas que abandonan la infancia y todavía no son considerados adultos. La dificultad en todo caso es cómo definir esto último. Cuando la pretensión es trabajar con los jóvenes solemos hablar de: preadolescencia o tiempo de trasformación adolescente (12-14 años como referencia); de adolescencia (15-17); de postadolescencia (¿); de juventud; de jóvenes adultos; de adultos jóvenes... ¿Hasta cuándo? 
Dicho de otra manera, sabemos cuándo comienza, pero el final es totalmente arbitrario. Depende de qué consideremos ser persona adulta (cuando todo el mundo se considera joven) o de qué aspectos jóvenes entendamos que son más relevantes (por ejemplo: vivir autónomamente). ¿Lo dejamos en los 30?


Sociedades adolescentes

Con cualquier propuesta de edades podemos estar de acuerdo en que hay tres grandes tramos o etapas: el periodo que tiene que ver con la adolescencia, el periodo central de la juventud y los años de emancipación o etapa final. De la adolescencia apenas hablaremos ya que su análisis ha de incorporar otros muchos elementos de índole psicológico y educativo. 

En cualquier caso, conviene recordar que, aquí y ahora, se ha convertido en una etapa obligatoria para todos y todas, independientemente de cuál sea su entorno familiar, la realidad social, los condicionantes culturales. Todos y todas están obligados a dedicar unos años de sus vidas a ser adolescentes, a hacer de adolescentes como los que les rodean. 

Eso todavía no resulta fácil cuando se proviene de entornos culturales en los que no hay adolescencia, en los que no estaba prevista la adolescencia. En ellos se pasaba de la infancia final a la juventud o la vida adulta por simples ritos de paso, de transición, no por apalancarse unos años dedicándose a ser adolescente. Es más o menos igual que en nuestros barrios, hace escasos años, cuando se dejaba de ser niño pasando de la escuela primaria a hacer de aprendiz de pequeño hombre barriendo un taller, o de pequeña mujer cuidándose de los hermanos o empezando a trabajar a turno en una fábrica. 

Pasa con el joven gitano, por ejemplo, que un día debía de abandonar la infancia y acompañar al padre a vender, para ayudar y para aprender. O con la chica magrebí de 15 años que comentaba a su profesora: "padre dice que aquí hemos venido a trabajar no a estudiar". Son chicos y chicas para los que su entorno había previsto acabar rápidamente una infancia más bien escasa y entrar en el mundo de las personas adultas que luchan por la vida. Ni ellos y ellas, ni su familia, habían previsto hasta ahora que llegaría un momento en el que sería obligatorio ser adolescente.
 
En su forma de entender el mundo no figuraba este largo estadio de la vida en el que no se sabe qué pintan, en el que se dedican a pasar el tiempo, a divertirse, a estudiar, a pensar en ellos y ellas, a hacer planes de futuro. Se suponía que la educación había servido para imbuirse de las tradiciones, de las costumbres, de los modos de vida de la familia y parecen embaucados por las estéticas, los lenguajes, las actividades de jóvenes modernos que ponen en crisis todo el bagaje cultural del pasado. 

En culturas en las que tienen un gran peso el respeto hacia las personas adultas, sus hijos e hijas imitan a adolescentes que ejercen su adolescencia rebelándose contra los adultos, que no repiten lo que se les enseñó sino que ejercen el

"Jóvenes siempre ha habido, están en todas las culturas y en todas las realidades sociales. "Juventud", sin embargo, no. La juventud, como larga etapa de la vida en la que uno o una se dedica a sentirse joven y ejercer de joven, es una construcción social".

criticismo, la libertad, la independencia. 
Ellos y ellas podrían acostumbrarse a ejercer de adolescentes, pero su entorno familiar ve eso como algo inapropiado. La percepción de los riesgos y la amenaza de un futuro inapropiado, que viven todos los padres y madres de adolescentes, es en estos casos mucho más intensa. Permitirles que se hagan adolescentes no está previsto y supone un desequilibrio añadido (del mismo estilo que el que se genera en familias que, por otras razones, están en situaciones de fragilidad), es vivido como una traición cultural a las formas razonables de ser que ellos tienen. 

El adolescente vivirá ante la contradicción de integrarse entre los iguales y ser rechazado por la familia, mantenerse fiel a la familia y ser rechazado por el grupo de iguales. Nos encontramos así con que una de las líneas de acción pasa por el trabajo familiar para que, estas y otras familias, entiendan un poco mejor el mundo de la adolescencia y le hagan un lugar entre sus formas de entender la vida, sin incrementar sus angustias y sus desequilibrios.

LA CONDICIÓN JOVEN HOY 

Si hablamos ya de jóvenes, podemos considerar algunas de sus características dominantes, producto en gran medida de los contextos sociales en los que se producen. Sin olvidar en ningún momento su diversidad, podemos destacar algunas de sus grandes características.

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Jóvenes del tercer milenio


 
En una sociedad en profundo cambio, lo primero que debemos destacar es que gran parte de las formas de ser joven hoy (identidades, actitudes, comportamientos, etc.) son muy diferentes de las de los años 70 y 80. Estos cambios han hecho incluso que las diferentes teorizaciones sobre la juventud hayan sufrido cambios y confrontaciones. 

Para algunos estudiosos del tema se había puesto antes un excesivo énfasis en la

"Gran parte de las formas de ser joven hoy (identidades, actitudes, comportamientos, etc.) son muy diferentes de las de los años 70 y 80. Estos cambios han hecho incluso que las diferentes teorizaciones sobre la juventud hayan sufrido cambios y confrontaciones".

"En general, los jóvenes actuales, a pesar de estar más formados, no promocionarán socialmente más que sus padres".

consideración de la juventud como periodo de transición, como recorrido hacia la vida adulta. Ahora, se ha pasado a insistir en la juventud como una etapa vital con sentido en sí misma. Ser joven es ser joven y no intentar ir acercándose hacia la vida adulta. 

De una manera u otra, la juventud actual sigue siendo un conjunto de años en los que se dan procesos para adquirir un puesto en la sociedad y para emanciparse del núcleo familiar. La juventud es un proceso de emancipación y autonomía con respecto al mundo familiar y al mundo del trabajo. Las condiciones en las que éste se produzca condicionan las formas de ser joven. Esas condiciones han cambiado en los últimos años y los procesos se han hecho más lentos y complejos.
 
La primera constatación a hacer es la de que el grupo joven está perdiendo peso y su posición social se está debilitando. La caída de la natalidad que se inició en las décadas anteriores se nota ya en las edades jóvenes y se agudizará en los próximos años. No sólo cada vez hay menos jóvenes, sino que su peso, en una sociedad envejecida, cada vez es menor. 

En Cataluña, desde donde escribo, por ejemplo, los jóvenes (15-29) son en la actualidad un 23 %, pero en el 2010 serán ya sólo el 14 %, menos todavía unos años después. La reducción del volumen y del peso relativo, conduce poco a poco a sociedades que restan importancia a ocuparse de los jóvenes y, por lo tanto a diseñar política adecuadas para ellos y ellas.

En precariedad continua

Una parte de las grandes trasformaciones producidas en los últimos años en la realidad de los jóvenes tiene que ver con los cambios producidos en el mundo del trabajo. Ya no se da aquella vieja situación de los años 60 y 70 en la que se distinguían fundamentalmente dos tipos de trayectorias laborales: las de los jóvenes de las clases medias que podían aplazar su incorporación laboral y las de los jóvenes obreros que forzosamente experimentaban una presión para incorporarse con rapidez. En la actualidad con procesos de larga duración para todos y todas, predominan secuencias mucho más desestructuradas, con crisis y tensiones, o secuencias de aproximaciones y tanteos sucesivos. 

En este sentido, los jóvenes no son otra cosa que el sector más afectado por los cambios que se han producido en las relaciones laborales, hoy marcadas por la precariedad y la discontinuidad. Los jóvenes actuales siguen teniendo mayores tasas de desocupación (el doble) que las personas adultas y, cuando consiguen trabajo, su relación laboral está marcada por: 

- La inseguridad sobre su continuidad en el trabajo (el 55% de los asalariados son temporales (1) y dos terceras partes de los ocupados llevan menos de un año en su trabajo). La relación contractual es por lo tanto muy débil y difícilmente pueden plantearse reivindicaciones o protestas. 
- Los ingresos son muy bajos (los que ganan 140.000 Pts. o más son escasamente una cuarta parte). 
- La protección social que reciben es muy escasa, de tal manera que muy pocos cuentan con prestaciones por desocupación.

Llenos de estudios pero viviendo con la familia 

Esta situación laboral se produce curiosamente cuando la sociedad española tiene la generación de jóvenes con más años de estudio que nunca. Entre los jóvenes de 25 a 29 años hay el doble de titulados universitarios que entre los adultos. Por cada persona adulta activa hay cinco jóvenes de más de 20 años que han cursado estudios secundarios. Las ocupaciones de los jóvenes no reflejan su formación. 

Las relaciones entre formación y ocupación han cambiado. Las titulaciones no sirven directamente para ocuparse, pero acaban actuando de mecanismo de selección ya que para cualquier trabajo suponen un filtro que elimina a los menos preparados.

Para hacer de bombero no se necesita título universitario pero los que lo tiene acceden con mayor facilidad que los que no lo poseen. A la inversa, la baja formación y la nula titulación sí que son mecanismos segregadores. Los jóvenes que se encuentran en esa situación están más desocupados y con trabajos en peores condiciones. En general, los jóvenes actuales, a pesar de estar más formados, no promocionarán socialmente más que sus padres. 

Esta situación ha tenido un fuerte impacto sobre los procesos de emancipación. Entre el 70 y el 80% de los chicos y chicas jóvenes sigue viviendo en el hogar de origen (todavía más de la mitad entre los 25 y los 29). Sólo falta añadir las dificultades para acceder a la vivienda para que esta situación se refuerce. Felices pero día a día  Todo esto no quiere decir que los chicos y chicas jóvenes actuales vivan en tensión o dominados por las tensiones. En casi todas las encuestas aparece que una gran mayoría de ellos y ellas vive su situación como satisfactoria o buena. Pero ha supuesto grandes trasformaciones en otros aspectos. La emancipación no es el objetivo prioritario y aparecen nuevos intereses, nuevas centralidades para la vida, nuevos comportamientos. 

El trabajo ha dejado de ser el centro y por lo tanto el eje a partir del cual se construye la identidad. Los amigos, el tiempo libre o incluso la familia lo han substituido. Actúan, viven y son mucho más en función de los tiempos de ocio que de las actividades laborales. Trabajar incluso tiene ya, para muchos, otra finalidad: obtener recursos para poder pasárselo bien. La identidad pasa ya mucho más por el ocio y el consumo. 

No se trata de que todos y todas se hayan vuelto materialistas, ya que es entre la población joven actual donde pueden encontrarse mayor presencia de valores que tienen que ver con lo no material: las relaciones humanas, los afectos, la solidaridad concreta. Pero también ha supuesto la modificación de los comportamientos en relación con el tiempo. 

Ha aparecido el "presentismo" como forma de vivir sin pensar en un futuro difícil de pensar y planificar. Se trataría de la versión juvenil de las culturas de la supervivencia, propias de los grupos sociales que siempre han vivido inmersos en la precariedad económica y cerca de las situaciones de exclusión. Han aprendido y aceptado que debe vivirse al día (muchos jóvenes que no saben nada del latín entienden y usan la frase "carpe diem"). 

Es en ese contexto donde cobran sentido la mayoría de sus comportamientos, sean o no problemáticos. Desde la conducta sexual a los diferentes usos de drogas, desde la movida del fin de semana a los diferentes estilos de vida o las culturas y tribus juveniles. La diversidad de trayectorias, su alargamiento, su precariedad y sus riesgos, el largo tiempo dedicado a hacer de estudiantes, las dificultades para la emancipación, etc., resitúan las formas de ser joven, desplazan la satisfacción a otros ámbitos de la vida. 

Todavía desiguales
 

En este resumen parcial, me queda por destacar todavía las diferencias. He comenzado recordándolas y acabo revisándolas. 

Después de tener en cuenta las edades, hay que tener en cuenta el territorio. La juventud no está distribuida uniformemente, se da una mayor concentración urbana, en determinadas periferias de las grandes ciudades y es muy diversa dentro de cada barrio o pueblo. Pero hay dos grandes diferencias que tienen todavía un peso determinante: el sexo y la condición socioeconómica. 

Aunque la realidad de las chicas jóvenes es muy diferente a la de las mujeres adultas, su posición en relación con los chicos de la misma edad sigue estando discriminada. Por cada mujer adulta ocupada hay dos jóvenes ocupadas. Además su nivel de incorporación a los estudios no sólo ha aumentado espectacularmente sino que ha superado hace tiempo al de los chicos. Hoy hay más tituladas que titulados superiores, más chicas que chicos con estudios secundarios y, de promedio, las chicas jóvenes han estudiado al menos un año más que los chicos. 

Pero, a pesar de su mayor formación, su situación en el mercado laboral es más precaria: les afecta más el paro, la temporalidad y las bajas condiciones económicas (salvo en algunos niveles técnicos donde ya están superando al número de chicos ocupados). Las tasas de emancipación parecen ser algo mayores, aunque es muy posible que no sea otra cosa que un paso de la de dependencia familiar de origen a una nueva dependencia de pareja. 

Las condiciones sociales de origen siguen siendo también un fuerte factor de diferenciación entre los jóvenes. Estudiar más años, acceder a los estudios universitarios, sigue dependiendo de las condiciones sociales de la familia. Por cada hijo o hija de trabajadores que está en la universidad hay cuatro de las clases medias o profesionales. Por eso las formas de acceder al mercado laboral, el tipo de trayectorias de inserción y de emancipación dependerán de las condiciones socioeconómicas del grupo familiar. 

A pesar de la precariedad laboral, muchos jóvenes de categorías o de clases socioeconómicas bajas, no diré ya de los grupos marginales o en proceso de exclusión, se ven empujados a entrar en el mercado laboral de cualquier manera. No pueden depender, vivir totalmente a expensas de su grupo familiar. Aún siendo adolescentes o jóvenes como sus colegas de edad no pueden ejercerlo de la misma manera, no tienen la misma cantidad de tiempo para intentarlo. Para muchos los itinerarios serán complicados y a menudo erráticos durante mucho tiempo.

 

 

 

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